Archivos de la categoría ‘Relatos’

Imagen

Todo temblaba en La Criolla al son de las risas, las tonadas y el tintineo de las copas. Mientras se zarandeaban las parejas de baile  de dos, de tres y de cuatro personas , en la mesa 8 un carterista estaba intentando robar a una pareja de ingleses que se besaban apasionadamente. Dos americanos salían del local portando a cuestas a otro medio desnudo. Un descuidero corría hacia los lavabos expectante por ver lo que contenía el bolso de la vieja que se había dormido en la mesa 6. Desde la 3, un asesino vigilaba a su victima. Un joven con aires de estudiante se paseaba por las mesas ofreciendo cocaína y otros alcaloides. En la mesa 12, una señora de mediana edad sacaba una jeringuilla y se inyectaba con calma morfina en el muslo mientras pedía otra cerveza. En la 7, una alemana con dientes blanquísimos flirteaba con un torero.  El viejo de la 3 había perdido la cabeza y gesticulaba frenéticamente con los ojos en blanco. Un militar en la 15 le pellizcaba el muslo a una dama rolliza de rostro glacial que fumaba un habano. En la 8, Juanito el francés, un jovencito imberbe disfrazado de mujer, estaba dándole palique y ofreciendo sus favores sexuales a un padre de familia. Le hablaba de la amistad, la honestidad y otras zarandajas. Mientras le contaba afligido que no conoció a su padre y que su madre fue una puta muy delgada, le robaba la cartera prometiéndose así mismo que algún día sería un gran escritor. En la mesa 14, su proxeneta le esperaba borracho. Mientras con expectación observaba aquel panorama dantesco , me tropecé con dos hombres tatuados con la boca pintada que bailaban vestidos de marineros manoseándose los genitales mientras se besaban. De pronto, la mujer de pelo engominado de la 5 me miró con virulencia. Nunca había visto en una fiesta una señora con una mirada tan desafiante. Un viejo sexagenario vestido de flamenca, mientras vitoreaba a la cantante rusa Irusta, se repintaba rutinariamente los labios en la mesa 10. En la 1, un señor trajeado se arrancó públicamente un moco de la nariz y con una calma pasmosa lo dejó pegado bajo el mármol de su mesa. El sarasa Bertini que lo había sorprendido, lo llamó “guarro” desde la barra y soltó una risotada de espanto. Bertini era el invertido más popular de La Criolla por la delicada belleza de su rostro, su aterciopelada forma de cantar en los aseos, la coquetería de su vestimenta italiana, la tersura nívea de su piel y ese pañuelo infinito que le sobresalía escandalosamente del cuello. “Esa es una niña”, decían los otros sarasas de La Criolla, “una muñeca que zurea como una paloma cuando la follan los albañiles del Chino”. Enfrente de Bertini, dos bufarrones que olían a espliego abandonaron la mesa 11 de camino al lavabo entregándole uno al otro un billete de dos pesetas. El marinero de la mesa 9 abofeteaba a la gachí pelirroja que había estado bailando frenéticamente con marabús de plumas. La acusaba de puta. “Como si aquí eso fuera una extrañeza”, pensé.

Imagen

Un día Santi se enfadó muchísimo porque me hizo leer un texto nocillero que él adoraba hasta el delirio y yo le dije que no era para tanto. Una descripción de unas bambas colgadas de un hilo de alta tensión o algo así. Para él la imagen era epifánica. Algo así como la representación iconográfica más exacta que se ha hecho del mundo postmoderno, me dijo. Yo le dije que no era para tanto y me arrojó a la cabeza un cactus que tenía en la terraza. No sé qué me habría hecho si –tal y como pensaba– le hubiera dicho que me parecía una bazofia. Me tuvieron que poner dos puntos de sutura. Después lo volví a leer, pero le dije que antes me invitara a una raya de farlopa para ver si epifaneaba. No puedo decir que no me entusiasmó. Después de aquello flipé. Ahora lo de las zapatillas colgadas en el hilo telefónico me parecía el summum de la creatividad. Desde aquí a esta parte he leído a unos cuantos nocilleros más. No están tan mal, aunque, más que nada, lo he hecho por preservar la existencia de mis cactus y mi propia integridad metafísica.

Teo lee a los poetas clásicos. Es de los pocos que todavía lee poesía. Cuando le digo que ya nadie la lee y que no se publica porque no hay lectores y porque no se vende, me escupe a la cara. Me dice que soy un necio. “Claro que los hay. Pero, son más pobres que las ratas y roban los libros en bibliotecas y librerías”, sostiene bizqueando. “¿Acaso has visto a alguien comprar un libro de poemas alguna vez? No. ¡Claro! Porque sólo los roban, memo”. Yo no sé qué decirle y, por otra parte, no quiero ni oír hablar más de ladrones de libros. Bastante tuve ya.  Ahora se ha pasado a la poesía del XIX, dice que ha descubierto a un Campoamor y que tiene mucha miga. También disfruta arrancando páginas de las antologías que no le gustan. Dice que no hay nada tan sublime como limpiarse el culo con ellas y crear una antología de mierda. Ha empezado también con Pemán y dice Santi que se pasa el día en el excusado con sus poemas y que después sale de allí sonriendo. Me ha pedido dinero para asistir a un congreso de jóvenes poetas en Madrid, pero dudo que  una vez allí lo aproveche. Irá a la primera sesión y, a la que descubra  por allí a algún colega, mandará la poesía a tomar por saco y se abandonará en Usera a las luces de la postbohemia madrileña.

Imagen

Teo estudió arquitectura y Santi es agricultor. Yo creo que son amantes, pero a mí eso no me importa. Mejor para ellos. La verdad es que me gustaría verlos hacer el amor. No me importaría. Aunque temo que el día que los vea, nuestra amistad perderá fuelle porque me gusta fantasear con la posibilidad de que sean amantes y de sorprenderlos algún día follando. Santi esnifa cocaína y Teo no. Por eso quizá siempre está eufórico y a todas horas quiere que hablemos de libros que compartimos. Tienen una buena biblioteca. A saber a costa de quién. Hemos hecho una especie de club de lectura y nos hacemos préstamos, pero Teo es de los que subraya los libros y eso me pone enfermo; después, sólo estoy pendiente de por qué diablos ha señalado eso y no me concentro en el resto de la lectura.

A Santi le gusta leer a los postmodernos, a los post post-postmodernos y a los ultra-postmodernos. Ahora está flipado con el realismo histérico y los nocilleros. Lo malo es que los libros de ésos no están en las bibliotecas de Isla y los tiene que robar en un quiosco de prensa. Los encarga allí para que se los traigan de la Península y luego los roba, el muy rufián. No sé ni cómo lo hace. Ayer me llegó a apuntar con un arma para que leyera otra vez a Agustín Fernández Mallo, a Germán Sierra y a Manuel Vilas. Yo me dejé. A mí me gusta leer bajo presión y a punta de pistola. Es más excitante.

Interferencias desde Isla/5.0

Publicado: 8 agosto, 2013 en Relatos
Etiquetas:, , , , , ,

Imagen

En Isla tengo dos amigos además de Gabi. Los okupas que viven en el apartamento 307: Teo y Santi. Los conocí un día que tenía la puerta abierta y entraron en mi casa. Se estaban llevando mis libros y el ordenador portátil, los muy cabrones. Me puse de los nervios, pero después me hizo gracia. Yo estaba echándome una siesta, con un resacón de escritura que no veas y no había cerrado bien la puerta. Ellos entraron de puntillas a mi apartamento y, no sé cómo lo hicieron; pero cuando desperté, ya llevaban tres traslados y me estaban vaciando la biblioteca. Me desperté justo cuando se estaban llevando el «Tristan Shandy».¡Suerte que aquí todavía no había clasificado mis libros! Cuando los sorprendí, no sabía cómo reaccionar, querría haberles roto la caja torácica con la botella de Martini o con el robot de cocina; pero Teo, el más joven, me hizo un gesto con los dedos meñique y pulgar y me dijo “Paz y amor, tío”. A los diez minutos ya estábamos en mi terraza, bailando “My girl” y tomando un licor de hierbas que ellos preparan. Un brebaje verde que preferí no saber qué llevaba.

Imagen

Isla es blanca, aunque la mayoría de personas aquí llevan vidas grises. A veces Gabi me pregunta: “Pablo, ¿para qué escribes?”. Yo me quedo mudo. No le pienso decir nada más sobre eso, porque un día le respondí que yo no era muy conversador y lo hacía para escuchar mis pensamientos y no sentirme solo. Se echó a reír y se fumó un canuto. Me dijo: “¡Con esto no te encontrarás solo! ¡Ya verás qué hight!”

En Isla todas las cosas van así. Todo el mundo crea su propio paraíso, natural o artificial. Da igual. A veces, cuando voy por las calle y me invade la melancolía. Hay muchas personas que llegaron un día y se han quedado a vivir aquí. Tal vez a morir aquí. Vinieron a pasar unas vacaciones y empezaron a experimentar con drogas y otros psicotrópicos. Siguen en Isla, como si el tiempo no pasara, en paz consigo mismo; pero en guerra con los demás. Muchos de ellos enferman y mueren en las calles como perros. Viven enganchados a la heroína y la heroína se engancha a ellos. Cuando llevas unos días en Isla, ya los conoces y, unos días después, ya no los ves. Los distinguirías por sus rostros demacrados, labios descoloridos, mejillas amoratadas y mirada vidriosa. Son fantasmas de su propia presencia. Cuando llegué aquí me daban miedo. Ahora los busco y no los encuentro porque están escondidos tras el silencio buscando la muerte. Como si de esa manera pudieran hacerse inmortales.

Imagen

Estuvimos toda la noche bebiendo cerveza, fumando  y bailando charlestón.

Mientras Gavril dormía en el camastro, los demás danzábamos moviendo frenéticamente los pies y las manos como si no nos pertenecieran. Úrsula bailaba con un monóculo, imitando el estilo de la bailarina de striptease Anita Berber muerta en 1928 víctima de su adicción a la cocaína. Imitaba a la perfección sus pases de baile, sus gestos obscenos y sus posturas de acróbata. Recitaba enloquecida algunos poemas del libro de la bailarina berlinesa, Danzas de vicio, horror y éxtasis. Yo me reía porque identificaba sus ademanes delirantes y ya había oído hablar  de Anita en Barcelona, famosa por la sensualidad de su danza y por ser una de las primeras mujeres que se había desnudado sobre un escenario berlinés.

La Berber era toda una metáfora de la decadencia berlinesa. La personificación de la vitalidad, la desvergüenza y la perversión de la metrópoli. Úrsula la adoraba porque, como ella, había reconocido y alardeado de su bisexualidad sin tapujos. Yo la adoraba aún más por eso, porque ella se parecía a todo lo que yo soñaba ser.

Bailamos hasta el amanecer, hasta quedar desnudos, hasta que se oyó el ruido de las ventanas de los vecinos. Hasta que cesaron los gritos de los chiquillos quejándose de la aurora. Bailamos hasta la exasperación, hasta que no quedó cerveza, hasta que todos se marcharon, hasta caer vencidos de cansancio sobre el camastro de Gavril.

Imagen

En Isla disfruto de la monotonía. Hasta que llegué aquí pensaba que lo mejor en la vida era estar activo y vivir nuevas experiencias. Que el ritmo frenético, la actividad, las emociones me darían vida. Ahora, sin embargo, disfruto de la rutina y de la monotonía. También de la soledad, aunque desconfío de ella. Tengo miedo a que se apodere de mí y no me deje respirar. No sé quién dijo que  “persona sabia es la que monotoniza la existencia”. Quiero ser monótono, pero no sabio.

Este clima está cambiando mi personalidad. A veces miro el mar desde mi terraza y me siento mar, a la deriva, disfrutando del fulgor de lo prosaico. Otras, sólo quiero caminar sin rumbo. Cuando vuelvo, me gusta escuchar la música frenética y desquiciante de Animal Collective para olvidar todo lo bueno o malo que he visto y perder lugares. Desde que los descubrí, vivo fascinado por ellos. A veces, escuchando “My girl”, he llegado a levitar y, abducido, me río de san Juan de la Cruz porque me salto la vía purgativa y llego sudando a la unitiva, donde me espera ─como a él─ una pantera cautiva en su gruta-útero.

Imagen

Una de las cosas que me preocupa es la relajación de costumbres que hay aquí. No, de eso no voy a hablar, quería hablar antes de lo dura que era aquí la vida. Anoche oí un tumulto en la escalera del edificio. Tuve miedo. Alguien gritaba. Bueno, eran al menos dos voces. Hablaban en una lengua extraña para mí, parecía urdu. Bajé el volumen de la música y me acerqué a escuchar lo que decían al otro lado de la puerta. De pronto sonó un ruido de cristales rotos. Salí a ver qué pasaba y pregunté. Una voz desgarrada me gritó. “¡Qué coño te importa! ¡Vete a la mierda! Métete en tus asuntos”. Me volví a mi apartamento y llamé al 091. Aquí al menos la policía es rápida. En unos minutos sonó la sirena de un coche. Yo estaba atento a la escalera. Oí voces y un radiotransmisor. Después silencio. Rieron todos. Parecía que todo ya estaba en calma. El coche se marchó. Me dio la impresión de que los agresores conocían al policía. Lo malo aquí es que todo el mundo se conoce y todo queda impune.

Al día siguiente pregunté al portero. Él lo sabía todo. “Son los nuevos inquilinos del edificio. Llevan asuntos de drogas. Lo mejor es no meterse. ¡Que se maten entre ellos! Por lo visto, un cliente vino a comprar mercancía y discutió con el traficante, forcejearon y, en una de esas, rompieron el cristal. ¡Un lío de drogas! Ya sabes”. Lo peor de todo es que seguirá roto por meses. Aquí no se repara nada. Todo es muy lento y nadie está dispuesto a trabajar bajo presión. Si no lo arreglan, voy a pasar un invierno duro. La humedad es terrible en Isla. Tengo miedo de caer enfermo y que me consuma otra vez la febril melancolía.

Venus tóxica

Publicado: 19 julio, 2013 en Relatos
Etiquetas:, , , , , , , ,

Imagen

Un camarero me saludó y me preguntó algo. No lo entendí. Ni siquiera lo miré. Ocupé la tercera mesa, me senté y me sequé el sudor frío de la frente. Finalmente, vino otro camarero vetusto con sonrisa burlona y le pedí un whisky. Una chica estaba  buscando algo ansiosamente en su bolso, hasta que finalmente sacó un paquete de cigarrillos y empezó a fumarse uno. Yo me encendí otro. Ella, sentada en una mesa que había junto a la puerta de la entrada, me miró de soslayo  por un instante a través del cristal. Las solapas de su camisa sobresaliendo de un abrigo bajo el que imaginaba sus senos y una larga cabellera rizada de un moreno intenso eran todo lo que mi vista alcanzaba. Yo la miraba fijamente con mis lentos ojos de miope. Ella tenía la mirada perdida, observando a través del cristal de la entrada y, al parecer, cegada por el humo que exhalaba. Estaba escrutando algo que yo ignoraba. No había por su parte ni una mirada de complicidad hacia mí, tan sólo ausencia. Habrá salido de sí misma, me dije. En realidad pensé en más cosas, pensamientos inconfesables en su mayoría. El humo del cigarrillo de aquella chica formando argollas me tenía cegado. Lo del humo siempre había sido una imagen recurrente para mí. En aquel momento era la evidencia clara de un espacio que separaba dos mundos y a la vez los unía. Una especie de frontera incorpórea  que hacía más liviano el viaje a lo otro. Imaginé a esa chica viajando a través del humo, como si de una corriente de agua se tratase.

Lo que sí era real era que la chica de las argollas ya no estaba en el bar, ni conmigo. Lo que quizá no fuera tan real −aunque  sí lo deseaba− era que la sexualidad de ésta fuera tan evidente y agresiva como yo me estaba creyendo. Mi Venus tóxica estaba ausente. Fuera de sí.

Indigencia

Publicado: 19 julio, 2013 en Relatos
Etiquetas:, , , , ,

Imagen

Mientras, acodado sobre mi flotador de goma, recorro la playa en busca de una conversación banal, observo a mi madre, diáfana como una nube, hablando siempre con ese fervor que ponen las personas cuando explican asuntos que apenas comprenden. Entusiasta, arrebatada, suple la indigencia de su vocabulario con una abundante gesticulación. Intercambia con mi tía palabras banales, efímeras, y por eso mismo preciosas e irrecuperables. Yo la observo sorprendido.