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Cuando abrí los ojos Randon, mi psicoanalista, estaba bailando con el vacío al son de un Ray Connif que tronaba soberbiamente por el hilo musical. Chasqueaba los dedos. Quizá para que mis palabras le llegaran suspensas, deshilachadas, maltrechas. Mi letanía fluía como una música callada en sus oídos. Apenas gesticulaba. “He hecho de todo en esta vida”, le confesé.

“Cuando era un crío, mi padre me llevaba de madrugada en verano a la lonja de pescadores para que me curtiera a golpe de salitre y sueño. Él era pescadero, ¿sabe? Cada despertar era una tortura. Recuerdo aún cómo me levantaba con un bramido más propio de una hiena que de un padre. También aquella sensación de angustia, las náuseas con saliva agria, la grasa en mi cara poblada de espinillas y el olor a rancio del salpicadero de su furgoneta. Se me nubla la vista de pasado al trazar mentalmente el recorrido que cada madrugada hacíamos desde mi pueblo a la lonja de pescadores. Él, ausente, embebido en su rol salomónico de justo padre y sabio maestro. Yo, reflejando en mi rostro el horror de la huida imaginaria hacia otras latitudes lejanas a aquella asquerosa rutina. Y recuerdo también el bochorno dentro de la furgoneta. Si soplas en tus manos –me decía sarcástico–, sentirás que no hace calor. Cada día hubiera deseado que no me despertase, pero siempre quedaba sepultada esa esperanza. La radio amenizaba el tedio del momento con voces roncas que, acompañadas de resabidas sintonías, me sonaban  a una sola. Hablaban de un presente que, aunque cercano, me era ajeno. ¡Cuántas veces pensé en cómo sería la vida en una ciudad grande! Pasear por sus calles como un desconocido, asistir a conciertos, conocer gente interesante, discutir con los mercachifles, quedar aturdido por el estruendo del tráfico o la algarabía y vagar sin rumbo sintiendo la emoción del peligro por ser asaltado en mitad de la calle, atropellado o –lo que es mejor– apaleado por una banda de maleantes. Esa tensión faltaba en mi vida de estudiante de ciudad de provincias. Cada día era el mismo día. Y en ese día, ese maldito recorrido hacia la lonja de pescadores…

Tras el trayecto en la furgoneta, descendíamos por una rampa a los cubiles en los que estaban instalados los subastadores. Trenta-vuit, trenta-nou, quaranta, ummm, quaranta-un, quaranta-dos,… Una cantinela infinita de números que indicaban el precio –entonces en pesetas– del quilo de la caja de pescado subastado. Esa salmodia quedaba sepultada en mis oídos como un credo que me acompañaba todo el día. Todavía me habla la memoria del revuelo de los pescadores vocingleros, los pisotones, el agua fría del suelo inundando mis calcetines, el asco que me producía el humo de tabaco negro inhalado pacientemente cada día, los sabañones entre los dedos, el rancio olor a sudor de la muchedumbre mezclado con el de pescado y, sobre todo, el desfile de rostros ajados que hoy se me muestran desdibujados tras una patina de niebla. Eran cada día unas tres horas de trajinar y de andar de un lado para otro. De cubil en cubil y de cámara frigorífica en cámara.

Un día descubrí quién era ese gran desconocido que era mi padre. Salíamos de una cafetería acristalada que había junto al puerto. Era un antro en un reducido espacio invisible desde fuera, a pesar de los vidrios. Había una barra pequeña en medio donde Serafín, un recién retornado de Argentina que había estado exiliado más de veinte años, servía cafés y tostadas para el desayuno. Allí, mi padre estuvo un buen rato discutiendo con Mora, otro pescadero de mi pueblo. Recuerdo que mi padre lo estaba acusando de haberle quitado una compra a pesar de que él había detenido la subasta a voz en grito para avisar de que la pieza era suya. Mora, al parecer, tenía una cierta influencia en la lonja y con un gesto disimulado daba órdenes tácitas a los subastadores para que le otorgaran cualquier compra, aun a sabiendas de que otro ya había dado ya el alto y la compra no  le correspondía. En esta ocasión –como en tantas que yo no quería o no sabía reconocer–, mi padre tenía razón. Se ensalzaron en una discusión a gritos que yo, en principio, creí en broma. Pronto noté que no era así. Hubo insultos, reproches y maldiciones. Yo no sabía muy bien de qué hablaban ni cómo actuar, pero mi padre mantuvo bien el tipo. Cuando salimos de la cafetería de Serafín, Mora salió detrás de los dos. Creo que había bebido bastante. Al menos tres de los cafés que se tomó mientras estábamos en el bar los había ido bautizando con una botella de coñac que generosamente Serafín había puesto encima del hule de la mesa. Mora andaba silenciosamente por detrás, mientras mi padre, nervioso, se encendió un cigarrillo buscando con la mirada la posición que ocupaba su rival en el área del aparcamiento. Unos pescadores en la cubierta de un barco anclado en el puerto cantaban el Fumando espero de la Montiel y bailaban como osos enfundados en enormes chaquetones de nylon. ¡Míranos –nos decían–, bailamos tan mal! Como un disparo, Mora le dijo a mi padre: ¡Ven aquí, cabrón! ¡A ver si tienes los cojones de decirme en la calle lo que me has dicho en el puto bar! Mi padre siguió adelante como si nada hubiera oído, tiró la colilla encendida al suelo y apretando mi débil hombro con los dedos me dijo: Juancito, ya está bien por hoy. Vámonos a casa. Cuando seas mayor espero que no lleves las uñas tan llenas de mierda como las de tu padre.”