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Estuvimos toda la noche bebiendo cerveza, fumando  y bailando charlestón.

Mientras Gavril dormía en el camastro, los demás danzábamos moviendo frenéticamente los pies y las manos como si no nos pertenecieran. Úrsula bailaba con un monóculo, imitando el estilo de la bailarina de striptease Anita Berber muerta en 1928 víctima de su adicción a la cocaína. Imitaba a la perfección sus pases de baile, sus gestos obscenos y sus posturas de acróbata. Recitaba enloquecida algunos poemas del libro de la bailarina berlinesa, Danzas de vicio, horror y éxtasis. Yo me reía porque identificaba sus ademanes delirantes y ya había oído hablar  de Anita en Barcelona, famosa por la sensualidad de su danza y por ser una de las primeras mujeres que se había desnudado sobre un escenario berlinés.

La Berber era toda una metáfora de la decadencia berlinesa. La personificación de la vitalidad, la desvergüenza y la perversión de la metrópoli. Úrsula la adoraba porque, como ella, había reconocido y alardeado de su bisexualidad sin tapujos. Yo la adoraba aún más por eso, porque ella se parecía a todo lo que yo soñaba ser.

Bailamos hasta el amanecer, hasta quedar desnudos, hasta que se oyó el ruido de las ventanas de los vecinos. Hasta que cesaron los gritos de los chiquillos quejándose de la aurora. Bailamos hasta la exasperación, hasta que no quedó cerveza, hasta que todos se marcharon, hasta caer vencidos de cansancio sobre el camastro de Gavril.