Gabi, mi peluquero, conoce a todo el mundo en Isla. Le encanta hablar con las gitanas de aquí. Casi lo hace como ellas. Mezcla el calé con un catalán muy charnego que él tiene. Es una ajergada mezcla muy curiosa. Las gitanas le roban en la cara, pero a él le gusta ponerlas a prueba. Se compra unas gafas de Gucci falsas y, cuando una de ellas pasa por la terraza de una cafetería adonde siempre va, la llama y la invita a una cerveza. Le pregunta por su vida y, adrede, se va al baño y deja las Gucci apócrifas a la vista de la gitana. Después vuelve y, claro, ya no están, ni la una ni las otras. Se muere de la risa. Encuentra en el robo una especie de complacencia. Si no le roban, no vuelve a hablar con ellas. Lo que le gusta es contarlo después y reírse.
Aquí la vida es dura. A mí todo me resbala un poco, pero la gente lo pasa mal. No hay trabajo y, cuando no es la temporada de verano, muchos no pueden ganarse la vida. A veces me siento mal por eso. No sé quien dijo que lo mejor que podíamos hacer por los pobres es no ser uno de ellos y olvidarnos de que existen. Yo creo que aquí me he tomado esto muy a rajatabla. De todas formas, yo también soy pobre; pero no tanto. Me gano la vida y, así, puedo escribir, que es lo que me gusta. Se me pone la carne de gallina cuando pienso en aquella época en que tenía un horario fijo trabajando en la biblioteca. No sé cómo pude aguantarlo. Bueno, sí lo sé, a base de pastillas. ¡Qué descubrimiento éste de ser freelance! ¡Ni la penicilina! Me ha cambiado la vida.