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Bien mirado, ¿qué hago yo con una chica de diecinueve años? A no ser que sea una depredadora sexual, a la mínima que perciba una de esas miradas mías de buitre, se va a ir por pies de mi apartamento. Ya sé. Primero la recibiré vestido deportivamente, con un chándal de marca. Nuevo a ser posible. Eso me dará un aire de seguridad y cierto prestigio social. Después le ofreceré una bebida en la barra de mi cocina americana. Un vodka de arándanos, suave pero efectivo. La haré recorrer con toda rapidez mi diminuto apartamento. Si se detiene a mitad del salón, se chocará con mi cama gigante y se inquietará. No. Pasaremos directamente a la terraza. Es lo mejor de la casa, porque tiene vistas a la playa. Espero que le gusten los muebles de teka. Es lo que hay. El piso es alquilado, no los puedo cambiar. Por cierto, tengo que ajustar las fundas de las sillas y de las tumbonas. Nada puede fallar. ¿Y qué hago con este maldito grano? ¡Joder, a mis cuarenta años y con este cráter en la frente! Lo del sarro lo puedo disimular, pero ¿esto? ¡Si no fuera tan caro aquí visitar al dentista! En una isla ya se sabe, todo sube. Y yo no cobro el plus de insularidad como el resto. Por suerte, con las correcciones y los informes de lectura que envío a la editorial voy tirando para ir pagando el alquiler. Lo de la columna, afortunadamente, da para más. Bueno, no me puedo quejar. Ya llevo cuatro meses aquí y, la verdad, la vida no está tan mal. Pero, la humedad, me tiene las lumbares hechas añicos.

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Tengo otra cita con una desconocida que va a venir a buscarme a las ocho. Mi apartamento es el 104, pero seguramente no  encontrará el portero automático que se halla tímidamente escondido al final de la urbanización. Estos apartamentos de playa tan mal construidos tienen eso: no están pensados para tener citas con desconocidos. Ella dice que tiene diecinueve años. Sabe que yo soy nuevo en Isla y me quiere conocer. Aquí, en verano, hay poco que hacer. Una vez que uno ha visto la película que estrenan cada semana y leído el periódico local, ya no queda nada mejor que hacer que vagar en busca de conversación. Hablando del diario local, todavía no he redactado mi columna semanal. No se me ocurre nada. Echaré mano de las reservas de otras. Los temas de mi columna aquí siempre son los mismos. Eso sí, me he de cuidar muy mucho de no hablar de política, aquí se desconfía mucho de ella. Nunca trae nada bueno. Hablaré seguramente de la plaga de medusas que nos invadirá esta temporada. Dicen que la calavera portuguesa es una especie seminueva más agresiva y que reducirá el número de bañistas en un veinte por ciento. La culpa de todo la tiene la pesca del atún. Sin ellos no habrá nadie que mate a esos malditos cnidarios. Por si acaso, yo evitaré pedir en el bar bocadillos de atún. Tal vez no escribiré sobre las medusas y hablaré del sacrificio de galgos.

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Cuando Elvira me pregunta: ”¿Basil, qué coño haces viviendo en esa isla de mala muerte?“ No sé qué decirle. Algún día podré decirle alguna cosa, digo yo. De momento voy escribiendo. En Barcelona no había manera, con todo ese ruido y las llamadas inoportunas de las compañías telefónicas en la hora de la siesta. No veía el cómo. Aquí no tengo teléfono. Me he marcado unas pautas y escribo cada día tres horas. Así, la segunda parte de esa especie de infracrónica que es mi novela va avanzando. Algunos días me siento más inspirado que otros, pero son precisamente éstos los más improductivos. Cuando me siento tan inspirado, escribo, escribo mucho y, cuando me releo, me doy cuenta de que lo escrito es una puta mierda. Y vuelta atrás. Por las mañanas, dedicación exclusiva a la literatura y por las tardes hago otras cosas como incordiar a los isleños. Los fines de semana me olvido de la infranovela y redacto la columna o, si me siento estupendo, trabajo para una editorial analógica en ciernes. Ahora estoy con la reseña de ese tostonazo de libro de economía, ¿Cómo salir de la crisis? En cada página descubro una media de cien faltas de ortografía y veinte anacolutos. Eso sí, no pienso corregir los errores de estilo, que luego me dicen que tergiverso el mensaje. ¿Pero, qué mensaje? Si todo entero es una tautología y una perogrullada como la copa de un pino.